Aquí está la pregunta del millón.

Alguien te ve con zapatillas minimalistas.

Ve que la suela es fina y la duda es obligatoria.

Una piedra, un clavo, una chincheta, una pieza de Lego… Da igual.

¡No estás protegido!

 

Y sí, pisar una piedra con zapatillas minimalistas puede doler.

Pero depende de algunos factores.

Te cuento los que a mí se me ocurren:

 

Qué parte del pie la pisa.

El talón es la peor, sin duda.

Es la zona con menos «acolchado».

Es el primer punto de contacto con el suelo.

Y con el que menos posibilidad de maniobra cuentas.

El resto del pie es más móvil.

Y puedes ponerle menos peso en caso de que algo te moleste.

 

Tu capacidad de reacción.

Das un paso y notas algo desagradable en la planta del pie.

La respuesta es quitar peso de ese pie.

Pero es una habilidad que la entrenas con el tiempo.

Y cada vez es más rápida.

 

Lo curtidos que están tus pies.

Cuando empiezas a usar calzado minimalista tus pies están hipersensibilizados.

Las irregularidades en la superficie del suelo pueden molestar.

Pero con el tiempo se acostumbran al estímulo.

Hasta el punto de llegar a considerarlo un masaje.

Caminar = masaje podal.

 

El grosor de la suela.

No todas las zapatillas minimalistas son iguales.

Las hay con suela más gruesa o más fina.

O sea, con más o con menos protección.

Y eso significa un estímulo mayor o menor.

Para bien y para mal.

En el caso de la piedra, para bien. Menos dolor.

 

El tipo de terreno.

Imagínate un suelo urbano como la acera. Liso y continuo.

Si pones una pierda la vas a notar seguro.

Pero ahora piensa en un camino de campo. Irregular y variado.

Una piedra en este entorno no será una novedad.

Tus pies ya están “atentos” y pendientes de encontrarse cosas extrañas.

Como el faquir que se tumba sobre una cama de clavos.

Tu sistema nervioso se adapta a la cantidad y la intensidad de los estímulos presentes.

 

Pero creo que hay algo más importante que todo eso.

Otra pregunta que te puedes hacer.

¿Cuántas piedras pisas cada día en un entorno urbano?

 

No te conozco, pero lo más seguro es que vivas en un entorno predecible.

El suelo bajo tus pies es liso.

El trabajo diario de las brigadas municipales mantiene las calles limpias (más o menos).

Limpias de excrementos, de hojas, de plantas, de suciedad…

¡Y de piedras!

 

¿A qué viene tanto miedo?

Te reto a que encuentres piedras en tu ciudad.

Fuera de parques y zonas ajardinadas.

 

Y aprovechando que miramos el suelo te propongo otra cosa.

Seguro que te suena eso del mindfulness.

No es algo que se limite a la práctica estática.

Se trata de ducharte mientras te duchas.

De cocinar mientras cocinas.

De tender la ropa mientras la tiendes.

De abandonar temporalmente otros pensamientos y centrarse en la tarea presente.

 

Mientras caminas seguramente vayas pensando sobre aquello que pasó.

O sobre aquello que puede llegar a pasar.

Vas centrado en el pasado o en el futuro.

Rara vez en el presente.

Es entonces cuando aparece una de esas piedras y no te das cuenta.

Y la pisas.

 

Así que mi propuesta es que camines conscientemente.

Que prestes atención a tu entorno y a tu cuerpo.

Serás capaz de ver las (pocas) piedras que puedas encontrar y las podrás evitar.

Y además obtendrás otros beneficios colaterales de la práctica del mindfulness.

Que no son pocos.

Pero eso ya lo dejamos para otro día.

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