- 03 Oct 2011, 17:43
#2907
Extracto del libro: 'Félix Rodríguez de la Fuente. Su vida, mensaje del futuro'
“Después de mucho viajar, llegué una buena mañana a la cubeta del Kalahari. Estaba todo preparado para que entráramos en contacto con los bosquimanos. Íbamos a rodar su forma de cazar. Se eligió como presa la más difícil de matar, el oryx. Nosotros debíamos seguirles en el todoterreno, conducido por un chofer africano a través del desierto de dunas fijas.
Para no ahuyentar al rebaño de oryx, los bosquimanos reptaron contra el viento en una aproximación que duró un buen par de horas, hasta que uno estuvo a unos veinticinco metros de distancia. Le dispararon con el pequeño arco una flecha envenenada. Pero este veneno lo que hace es debilitar al animal e intoxicarlo. No es capaz de matar al oryx si el hombre no le persigue.
Los tres bosquimanos se pusieron rápidamente en pie, nos hicieron una señal y empezaron a correr detrás del animal herido. Esto debió de ocurrir como a las cuatro de la tarde en la hora de aquella latitud, es decir, hacia el atardecer ya que el sol se ponía a las siete de la tarde.
A mí me ha gustado siempre correr. Como es sabido, cuando estudiaba medicina fui durante cuatro años recordman nacional universitario de 400 metros lisos. Al verles delante del coche no me pude contener. Quería disfrutar de la experiencia de correr con los bosquimanos, detrás de una presa, por el desierto del Kalahari. Me bajé del coche en marcha y les di alcance. Inmediatamente vi que su ritmo era el de un atleta que corre los cinco mil metros, pero de uno muy entrenado.
Corrían descalzos, pisando con esa certeza del hombre primitivo en aquel suelo dificilísimo, colocando el pie siempre en los lugares donde no había un canto cortante, donde no había un pincho, corriendo de la manera más ingrávida y elegante que yo he visto en mi vida.
Estuve corriendo al ritmo que ellos mantenían, calculo que durante media hora, pasado este tiempo, roto, auténticamente desecho por el calor y lo accidentado del terreno, con mis cómodas botas, tuve que subirme al coche y dejar de correr.
Los bosquimanos siguieron la persecución. No llevaban más que el arco y las flechas, cogidos en la misma mano, en la misma posición que se puede ver en las pinturas rupestres del Levante español.
Corrieron y corrieron y corrieron. Al rebaño de oryx ya no se le veía, se había esfumado totalmente en el horizonte calcinado del Kalahari. La temperatura sería de 35 a cuarenta grados. Había una pequeña brisa que venía de los oryx a los hombres. Mientras éstos corrían, sin perder un solo momento, sin agacharse, iban leyendo en el suelo las huellas de los animales, e iban viendo que el animal herido empezaba a dar síntomas de cansancio.
Corrieron y corrieron y corrieron, sin abandonar su ritmo, desde las cuatro de la tarde hasta las siete y media que se puso el sol. Entonces, se detuvieron, y debajo de un arbusto hicieron un pequeño hoyo en la arena, metieron allí su cadera y durmieron de un tirón, mientras nosotros en nuestro coche todoterreno hablábamos de todo lo que se podía hablar y no podíamos conciliar el sueño. Ellos durmieron con la profundidad, diría yo que con la beatitud con que duerme un animal sano, hasta que se levantó el sol.
Al alba, los tres pequeños bosquimanos de piernas musculadas y aproximadamente un metro sesenta de estatura, tomaron sus arcos y sus flechas, y siguieron corriendo. A las doce del medio día alcanzaron al antílope que se había desplomado, muerto por el esfuerzo de la persecución a la que le habían sometido.
Lo primero que hicieron cuando llegaron al antílope fue desollarle e impregnarse el cuerpo con la sangre y la grasa del animal. Su piel desecada por el viento del desierto, por el esfuerzo sobrecogedor de haber corrido prácticamente durante un día entero, sin comer ni beber, necesitaba esa nutrición que llegaba a través de sus epitelios.
Me quedé asombrado cuando después de comer la carne y de tener lugar el gran banquete, aquellos hombres se entregaron a sus danzas zoomorfas. Nadie puede imitar los movimientos de un animal como lo hace un bosquimano o un pigmeo, nadie es capaz de mover las piernas al ritmo ingrávido con que las mueve la gacela saltadora, nadie es capaz de representar la pesadez del elefante herido como lo hacen ellos cuando bailan.
Eran los restos de una población de varios millones de seres que dos siglos antes ocupaba el más inmenso paraíso de caza habido en nuestro planeta. Una civilización y una cultura que fue masacrada, destruida, en la época en que los boers colonizaron África del Sur. La cabeza del bosquimano tenía el mismo precio que la cabeza de un perro salvaje. El nombre de bosquimano viene, precisamente, de la palabra anglo–boer “bushman”, el hombre de la selva, el selvático. Se les consideraba como animales y cuando se capturaban niños bosquimanos, que generalmente morían porque no podían vivir según las costumbres de los civilizados, a los que sobrevivían les daban el nombre de ‘bosquimanos domesticados’, como si fueran animales.
Fueron matándoles a todos, pero en particular a aquellos que llevaban en torno a la cintura una especie de cananas hechas con tibias vacías de antílope, en cada una de las cuales había colores, colores que eran los que empleaba el bosquimano para decorar las eternas pinturas pétreas que hablaban de la felicidad de un pueblo comunitario que, entre otras cosas, desconocía la guerra, esa inclinación tan propia de los civilizados, que consiste en pulverizar, en quemar y en masacrar a sus semejantes. Sabían que si querían acabar con aquel pueblo que ocupaba unas tierras que los colonos precisaban para instalar sus granjas y sus explotaciones, tenían que matar sobre todo a sus chamanes. Así, en menos de dos siglos, empujados por los boers y por los ingleses por el sur y por los negros pastores de origen bantú por el norte, los bosquimanos quedaron reducidos a unas pocas docenas de familias dispersas que hoy viven en el Kalahari.”
“Después de mucho viajar, llegué una buena mañana a la cubeta del Kalahari. Estaba todo preparado para que entráramos en contacto con los bosquimanos. Íbamos a rodar su forma de cazar. Se eligió como presa la más difícil de matar, el oryx. Nosotros debíamos seguirles en el todoterreno, conducido por un chofer africano a través del desierto de dunas fijas.
Para no ahuyentar al rebaño de oryx, los bosquimanos reptaron contra el viento en una aproximación que duró un buen par de horas, hasta que uno estuvo a unos veinticinco metros de distancia. Le dispararon con el pequeño arco una flecha envenenada. Pero este veneno lo que hace es debilitar al animal e intoxicarlo. No es capaz de matar al oryx si el hombre no le persigue.
Los tres bosquimanos se pusieron rápidamente en pie, nos hicieron una señal y empezaron a correr detrás del animal herido. Esto debió de ocurrir como a las cuatro de la tarde en la hora de aquella latitud, es decir, hacia el atardecer ya que el sol se ponía a las siete de la tarde.
A mí me ha gustado siempre correr. Como es sabido, cuando estudiaba medicina fui durante cuatro años recordman nacional universitario de 400 metros lisos. Al verles delante del coche no me pude contener. Quería disfrutar de la experiencia de correr con los bosquimanos, detrás de una presa, por el desierto del Kalahari. Me bajé del coche en marcha y les di alcance. Inmediatamente vi que su ritmo era el de un atleta que corre los cinco mil metros, pero de uno muy entrenado.
Corrían descalzos, pisando con esa certeza del hombre primitivo en aquel suelo dificilísimo, colocando el pie siempre en los lugares donde no había un canto cortante, donde no había un pincho, corriendo de la manera más ingrávida y elegante que yo he visto en mi vida.
Estuve corriendo al ritmo que ellos mantenían, calculo que durante media hora, pasado este tiempo, roto, auténticamente desecho por el calor y lo accidentado del terreno, con mis cómodas botas, tuve que subirme al coche y dejar de correr.
Los bosquimanos siguieron la persecución. No llevaban más que el arco y las flechas, cogidos en la misma mano, en la misma posición que se puede ver en las pinturas rupestres del Levante español.
Corrieron y corrieron y corrieron. Al rebaño de oryx ya no se le veía, se había esfumado totalmente en el horizonte calcinado del Kalahari. La temperatura sería de 35 a cuarenta grados. Había una pequeña brisa que venía de los oryx a los hombres. Mientras éstos corrían, sin perder un solo momento, sin agacharse, iban leyendo en el suelo las huellas de los animales, e iban viendo que el animal herido empezaba a dar síntomas de cansancio.
Corrieron y corrieron y corrieron, sin abandonar su ritmo, desde las cuatro de la tarde hasta las siete y media que se puso el sol. Entonces, se detuvieron, y debajo de un arbusto hicieron un pequeño hoyo en la arena, metieron allí su cadera y durmieron de un tirón, mientras nosotros en nuestro coche todoterreno hablábamos de todo lo que se podía hablar y no podíamos conciliar el sueño. Ellos durmieron con la profundidad, diría yo que con la beatitud con que duerme un animal sano, hasta que se levantó el sol.
Al alba, los tres pequeños bosquimanos de piernas musculadas y aproximadamente un metro sesenta de estatura, tomaron sus arcos y sus flechas, y siguieron corriendo. A las doce del medio día alcanzaron al antílope que se había desplomado, muerto por el esfuerzo de la persecución a la que le habían sometido.
Lo primero que hicieron cuando llegaron al antílope fue desollarle e impregnarse el cuerpo con la sangre y la grasa del animal. Su piel desecada por el viento del desierto, por el esfuerzo sobrecogedor de haber corrido prácticamente durante un día entero, sin comer ni beber, necesitaba esa nutrición que llegaba a través de sus epitelios.
Me quedé asombrado cuando después de comer la carne y de tener lugar el gran banquete, aquellos hombres se entregaron a sus danzas zoomorfas. Nadie puede imitar los movimientos de un animal como lo hace un bosquimano o un pigmeo, nadie es capaz de mover las piernas al ritmo ingrávido con que las mueve la gacela saltadora, nadie es capaz de representar la pesadez del elefante herido como lo hacen ellos cuando bailan.
Eran los restos de una población de varios millones de seres que dos siglos antes ocupaba el más inmenso paraíso de caza habido en nuestro planeta. Una civilización y una cultura que fue masacrada, destruida, en la época en que los boers colonizaron África del Sur. La cabeza del bosquimano tenía el mismo precio que la cabeza de un perro salvaje. El nombre de bosquimano viene, precisamente, de la palabra anglo–boer “bushman”, el hombre de la selva, el selvático. Se les consideraba como animales y cuando se capturaban niños bosquimanos, que generalmente morían porque no podían vivir según las costumbres de los civilizados, a los que sobrevivían les daban el nombre de ‘bosquimanos domesticados’, como si fueran animales.
Fueron matándoles a todos, pero en particular a aquellos que llevaban en torno a la cintura una especie de cananas hechas con tibias vacías de antílope, en cada una de las cuales había colores, colores que eran los que empleaba el bosquimano para decorar las eternas pinturas pétreas que hablaban de la felicidad de un pueblo comunitario que, entre otras cosas, desconocía la guerra, esa inclinación tan propia de los civilizados, que consiste en pulverizar, en quemar y en masacrar a sus semejantes. Sabían que si querían acabar con aquel pueblo que ocupaba unas tierras que los colonos precisaban para instalar sus granjas y sus explotaciones, tenían que matar sobre todo a sus chamanes. Así, en menos de dos siglos, empujados por los boers y por los ingleses por el sur y por los negros pastores de origen bantú por el norte, los bosquimanos quedaron reducidos a unas pocas docenas de familias dispersas que hoy viven en el Kalahari.”