Hace dos años, 4 minimalistas (por poner un nombre a los que utilizamos calzado que no perjudica a la anatomía de nuestros pies) estuvimos de ruta por el ‘paraíso’ (para más información pincha aquí). En el barco que nos traía de vuelta a España escribí la experiencia dejándome llevar por las sensaciones que habíamos vívidos. Ahora, a falta de unas dos semanas para volver las hago pública.
Viajar a Marruecos siempre esconde un exotismo propio de una cultura rica en matices variopintos, desde su forma de ver y vivir la vida, su comida y por supuesto su religión. Pero adentrarse en las profundidades del Atlas y conocer Taghia va más allá de la búsqueda de lo exótico y te adentra en un paraíso de sensaciones que ya parecían vividas, pero que sólo había escuchado en las historias que mis padres y mis abuelos me contaron en la niñez.
Si hay una palabra que defina Taghia es magia. Todos hemos coincidió en usar este apelativo para describir la aldea y su ser.
Magia por el color de su tierra, donde el verde de las huertas se mezcla con el rojizo y azulado de sus barrancos celestiales.
Magia por su sonido, cantos de pajarillos, gallos, burros, risas de niños, riachuelos y silencio.
Magia por su aroma, a tierra mojá, a menta, a agua -el dios berebere que recorre su paisaje inundándolo de vida.
Magia por su luz, brillos intensos de primavera que no cesan con el atardecer, se realzan hasta el amanecer infinito de sus vías.
Magia porque el tiempo no pasa, se detiene en las ferratas bereberes, en el trabajo de las mujeres en la siega, en las fotografías que quedarán en la retina de nuestros recuerdos.
Y magia, porque recorrer su tierra te vacía de temores, estrés, frustración, y de la banalidad infeliz de una vida material, para llenar cada paso de tu propia esencia, de serenidad y de una vuelta a tu ser más recóndito.
Así es Taghia, así fue la experiencia de vivirlo.
